- Ir al ginecólogo a la revisión anual es sagrado. Ganas cero, la verdad. Pero si sólo tengo que ir una vez al año y ya está, pues doy gracias. Además me aseguro de que por lo menos, una vez cada doce meses me abro de piernas.
Mi ginecóloga está en pleno barrio de Salamanca en Madrid. Sí, lo sé, soy una pija pero los dineros hay que gastarlos donde hay que gastarlos. La verdad que por mucho que cueste, creo que ni una sola vez me he librado de esperar un buen rato, y eso que yo soy súper puntual.
La sala está a rebosar de jóvenas y jóvenos sonrientes y embarazados. Cada vez me parecen más «tiernos» los humanos que me rodean: los dependientes, los banqueros, los vendedores de entradas del cine, los conductores de autobús, los camareros y por supuesto los médicos. Allí donde voy, me siento mayor.
Esperando en la consulta los embarazados se entretienen solitos regalándose sonrisas y carantoñas. Yo ya me he aburrido de mirar el teléfono y de mirarlos a ellos. Tanto amor me empalaga.
Además de jóvenas hay oros, arrugas y morenos. ¿Como harán estas «viejas pellejas» para estar tan brilantemente doradas y estupendas todo el año?
¡Y es que rebosan sano!
Amortizo mi tiempo y mi dinero alargando el brazo de vez en cuando a la cesta con bombones que han dejado junto a las revistas.
Muerta del aburrimiento y cuando ya no sé qué leer, dónde mirar y qué comer, con un incipiente dolor de tripa de los 4 bombones que me he comido ya, llega una nueva diversión, una pareja de monjas.
Siempre van en parejas. ¡Hasta las monjas van en parejas!
Siento curiosidad de saber cómo huelen, no sé porqué. Ese hábito marrón, con una tela que parece de saco, no debe ser fácil de lavar. ¿Cuántos hábitos tendrán? No creo que tengan sólo el de quita y pon…
Una parece más joven que la otra, aunque con la toca y la mascarilla poco se les puede ver. Como único adorno un gran crucifijo les hace a su vez de cinturón sin marcales la cintura, ni falta que las hace. Revolotean alrededor de las sillas, creo que están perdidas. Ellas también se harán la revisión anual.
Espero a que se sienten y me acerco lo más que puedo. Huelen como me temía a colonia de niños. De esas de frasco de un litro que compraba mi madre cuando eramos pequeños y que rellenaba en un vapolizador de plástico rosa. Hablan tan bajito que no entiendo bien lo que dicen.
La más joven se da cuenta de mi presencia. Yo sigo jugando con mis papeles de los bombones como si nada, pero sin dejar de mirarlas.
Pienso que en un rato todas estaremos subidas en la silla de exploración con las piernas abiertas. Supongo que ellas se levantarán el hábito y yo me bajaré el pantalón.
Una de ellas se levanta y coge un par de bombones. Le ofrece uno a su compañera que niega con la cabeza. Como yo, se come los dos, uno detrás de otro. Está claro que el chocolate es un buen sustituto.
Llega mi momento de actuación, por fin se acabó la espera. Me toca abrirme de piernas, este año cual monja de clausura esta actividad se va a conventir en una fiesta.